Nuestra historia muestra la cantidad de veces en las cuales la carencia de poder por parte del Estado dio por tierra con las posibilidades de imponer políticas impulsadas por un gobierno democrático.

Escribe Horacio Cao (*)

Como hemos dicho, el modelo nacional y popular precisa de un Estado que pueda desarrollar tareas reguladoras, arbitrales, articuladoras y de construcción o empoderamiento de nuevos actores sociales.

El sector público desarrolla estas funciones mediante medidas de intervención directa (por ejemplo, a través de sistemas estatales de acción social o a través de empresas públicas, por citar dos ejemplos) o indirecta (mediante distintas formas de regulación).

Para alcanzar esos logros, el Estado necesita poder. Tanto poder organizacional como poder político. Ambos son necesarios para armonizar intereses sectoriales internos así como las provenientes de otros países que, por supuesto, trabajan en pos de sus propios objetivos.

En este sentido, nuestra historia muestra la cantidad de veces en las cuales la carencia de poder por parte del Estado dio por tierra con las posibilidades de imponer políticas impulsadas por un gobierno democrático.

Por ejemplo, la obediencia debida y el punto final en la época de Alfonsín o la cuestión de las patentes farmacéuticas durante el gobierno del Dr. Illia. Más cerca en el tiempo, un ministro de la Nación nos aseguraba que el país estaba de rodillas ante los organismos financieros internacionales y, en consecuencia, solo cabía hacer lo que estos dictaban (en una palabra: el ajuste estructural).

Por el contrario, cuando el Estado tiene poder para hacer frente a las demandas externas e internas y llevar adelante políticas generales que fortalecen la autonomía de decisión y la soberanía, estas acciones terminan por favorecer a las grandes mayorías de la población. Esto resulta más que evidente cuando se analiza el proceso de renegociación de la deuda externa, y el tratamiento dispensado a los organismos financieros internacionales a partir de 2003.

Ubicados en esta perspectiva distinguimos dos cursos o formas que adopta el poder del Estado en su accionar concreto. Por una parte está el que podemos denominar el Estado locomotora, porque lidera los procesos de cambio social mediante la intervención en diversos campos (educativo, económico y cultural, entre otros) y, por la otra tenemos el Estado institucional, que es ese complejo entramado organizacional y normativo que completa ese proceso facilitando los distintos tipos de intercambio, favoreciendo la inclusión de los sectores más débiles, y protegiendo al conjunto social de todo tipo de riesgo o amenaza.

Ahora bien, este Estado poderoso que estamos construyendo, que tiene capacidad de hacer y transformar, de mejorar la calidad de vida de las grandes mayorías, debe garantizar a la vez el ejercicio pleno de los derechos políticos, sociales e individuales del conjunto de los ciudadanos. Esta cuestión nos introduce en el tema de los derechos humanos y su relación con la dinámica del poder público, que será el tema de la próxima nota.

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