Horacio Cao *

Los países federales tienen una gestión compleja, la que surge de coordinar dos tipos de entidades estatales casi soberanas: las provincias y la Nación. Esta convivencia tiene varios elementos críticos -de acuerdo a la historia y configuración de cada país- pero en todos los casos uno de ellos se vincula con la distribución de los recursos financieros.

En Argentina, esta disputa gira principalmente en torno a la coparticipación federal de impuestos. Como es sabido, la coparticipación es un sistema por el cual bases tributarias compartidas entre las provincias y la Nación son gestionadas por esta última, que se encarga, además, de distribuir entre las 24 jurisdicciones provinciales y ella misma los recursos así obtenidos. Su importancia radica en que comprende varios de los principales impuestos -IVA, Ganancias, al cheque, internos, etc.-, lo que hace que por su intermedio se asigne algo así como el 60% de los ingresos tributarios provinciales y el 80% de los nacionales.

La coparticipación entra recurrentemente en la agenda política nacional cuando la provincia de Buenos Aires hace pública su queja por los magros recursos fiscales que recibe. Básicamente, sostiene que si su territorio explica algo así como el 40% de la población y el producto nacional, es injusto que le corresponda sólo el 20% de los recursos. Este reducido nivel de ingresos genera un bajo gasto público per cápita en la provincia, que es inferior en aproximadamente un 35% al que se observa en el agregado de las restantes 23 jurisdicciones (1).

No se terminan de hacer públicos estos argumentos cuando todas y cada una del resto de las provincias reclama prioridad en un eventual proceso de recomposición. Pero quien suele responder con mayor vehemencia es la Nación, casi siempre con datos contundentes: se ha remarcado, por ejemplo, los magros resultados de la recaudación tributaria de la ARBA. Así, entre 2003 y 2010, mientras que los impuestos sobre la renta, las utilidades y las ganancias de capital que cobra la Nación se multiplicaron por cinco, el impuesto inmobiliario que cobra Buenos Aires apenas si se duplicó, a pesar del boom de la soja en el área rural y de la evolución del valor de las propiedades (2).

La queja de las provincias es comprensible: si va a haber un nuevo reparto, ninguna puede darse el lujo de quedar afuera. De igual modo, se entiende la dureza de la Nación: todos los proyectos se basan en que sea ella la que resigne recursos, hacia Buenos Aires en particular y hacia el resto de las provincias en general. Esquemáticamente, este es el texto que repiten los actores de la federación de manera periódica desde el retorno de la democracia. La protesta gana la tapa de los diarios, diferentes opinators repiten estos argumentos por televisión cada vez con mayor acritud… hasta que todo empieza a diluirse y el problema – algunas veces con un nuevo parche en el federalismo fiscal- se patea para más delante.

La idea que seguiremos en esta nota es que el texto que acabamos de transcribir traduce de manera superficial el problema y que no considera las causas profundas que explican el empantanamiento de la discusión. Si queremos entender lo que está pasando es necesario hacer explícitos una serie de textos que subyacen. Aquí nos ocuparemos de uno de ellos, tal vez el más importante: el lugar de Buenos Aires en el país. Para ello partiremos de uno de los preceptos centrales de la era abierta en 2003: la preeminencia de lo político. Esto no significa minimizar la importancia de los equilibrios presupuestarios ni de la cuestión tributaria; pero pensar que el problema de la coparticipación es no haber hallado la fórmula tecnocrática que deje conformes a todos es ignorar cómo se construyen soluciones reales a los problemas de matriz federal.

Por el contrario, postulamos que lo que hay que pensar es cuál es la construcción político-institucional capaz de dotar de viabilidad financiera y fiscal a la compleja trama interestadual de la Argentina. Buenos Aires y la organización federal.

Transcribamos, un poco al azar, algunos registros que dan cuenta de la situación de Buenos Aires frente a los demás miembros de la federación: la Nación, las otras 22 provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Como ya dijimos, la provincia de Buenos Aires ha alcanzando cifras cercanas al 40% de la población (y del padrón electoral) del país. Tiene 124 veces los habitantes de su
“par”, la provincia de Tierra del Fuego. Uno solo de los 135 partidos que la componen, La Matanza, alberga una población similar a la de seis provincias agregadas (Catamarca+ La Rioja + Santa Cruz + Tierra del Fuego + San Luis + La Pampa). Pero no es solamente la cantidad de población. La provincia de Buenos Aires es la base territorial de la mayoría de los grandes agentes económicos y cuando, como en muchos casos, sus intereses están vinculados con los de la ciudad homónima, el agregado tiene una envergadura que no encuentra equivalencia en el país.

El Estado bonaerense no puede compararse con ningún otro Estado provincial… e incluso, en muchos aspectos, es mayor que el Estado federal. Tiene unos 400.000 empleados, más o menos la misma cantidad que el gobierno central si no tomamos en cuenta las universidades nacionales. La policía bonaerense cuentan con casi 60 mil efectivos, mientras que el Ejército no llega a los 45 mil. En fin, casi todos los registros económicos, sociales o políticos muestran datos semejantes. Por eso resulta inevitable que, aunque el federalismo argentino no establezca diferencias entre las provincias, la asimetría descrita se traduzca en una situación de preeminencia bonaerense en la agenda política, económica, fiscal, social.

Esta situación no es nueva y ha generado hechos notables a lo largo de la historia argentina. Por ejemplo, en 1880, con la llamada organización nacional, se construyó un nuevo equilibrio político institucional en el país a partir de, entre otras cosas, la adopción de decisiones de fondo sobre Buenos Aires: no sólo el poder nacional la derrotó militarmente sino que también se encargó de desguazar su aparato de guerra, nacionalizar las rentas de la aduana y escindir a la ciudad -que pasó a ser capital de la república y a estar conducida por un delegado del gobierno central- de la provincia.

Esto tuvo diferentes implicancias, una de ellas fue reducir a la mitad el peso electoral de la provincia (según el censo de 1895, la ciudad y la provincia de Buenos Aires representaban, respectivamente, el 17% y el 23% de la población). Desde 1930, el Estado nacional inició un proceso de expansión de sus funciones, recursos y estructuras. Este proceso fue parte de una corriente mundial que imponía gobiernos de tendencia centralizadora -de matriz keynesiana, comunista o fascista- que en el caso argentino se hacía más marcada en ocasión de regímenes de facto.

Esto llevó a una reducción del poder político de las provincias en general y de Buenos Aires en particular. A pesar de ello, se sucedieron de manera sistemática tensiones entre los presidentes y los gobernadores bonaerenses. Citamos, al pasar, los ejemplos de Manuel Fresco, Domingo Mercante y Oscar Alende, que muestran que, aún en este momento, Buenos Aires era un espacio lo suficientemente potente como para que el poder central los vislumbre como una amenaza.

Las tendencias centralizadoras que redundaban en un creciente poder del Estado nacional se revirtieron a partir de mediados de los 70 y se profundizaron con la nueva etapa institucional abierta en 1983. Estos elementos alteraron el equilibrio Naciónprovincias, lo que obviamente impactó en la relación del gobierno central con Buenos Aires. En primer lugar, se produjo un cambio de época, mutaciones en el capitalismo ocurridas a nivel mundial que desestructuraron tendencias centralizadoras que estaban sostenidas, entre otros elementos, en la referencia vigorosamente nacional que tenían los partidos políticos, los sindicatos, las corporaciones patronales, los instrumentos de regulación económica y social, etcétera.

Tampoco puede obviarse el impacto de la continuidad institucional que nos acompaña desde 1983, fundamental para construir redes de trabajo, conocimiento y confianza en las que los actores regionales puedan hacer valer las capacidades asignadas por la forma federal de gobierno. Por último, hay que considerar los procesos de descentralización y de desguace del Estado central, que transformaron la división del trabajo entre las administraciones púbicas de la Nación y las provincias. Entre la década del 60 y mediados de los 90, se pasó de una asignación de funciones que hacía que el 80% del gasto fuera responsabilidad de la Nación y el 20 % de las provincias, a otra en donde a cada parte le correspondía aproximadamente un 50%. La tensión entre centralización y
descentralización es otro subtexto clave de la discusión por la coparticipación federal, tema que no tenemos espacio de tratar más ampliamente aquí. Vale remarcar, de todas formas, que la mayoría de los gobiernos nacional populares y de izquierda de América Latina tienen tendencias centralistas.

Como colofón de estos hechos -y otros vinculados con las políticas neoliberales desplegadas desde mediados de los 70-, se produjo una creciente debilidad del gobierno nacional, a punto tal que el proceso iniciado en el 2003 tuvo como uno de sus elementos cardinales la reconstrucción de su autoridad. Pero el análisis debe completarse señalando que hubo otros elementos, tal vez no tan notorios, que fortalecieron el poder de la provincia de Buenos Aires. Por un lado, año a año aumenta el peso relativo de la población bonaerense, lo que terminó neutralizando el efecto alcanzando con la separación de la Capital Federal hace más de un siglo. Tanto es así que al día de hoy se ha incrementado de manera notable la distancia entre el Estado bonaerense -que, como dijimos, alberga al 40% del padrón electoral- y el resto de las provincias. Según el censo 2010, las jurisdicciones que le siguen en cantidad de habitantes (Capital Federal -que ahora es ciudad autónoma y no una dependencia federal-, Córdoba y Santa Fe) tienen, cada una de ellas, un lejano 8% de la población nacional.

Y, además, otro elemento crucial: la reforma constitucional del ’94 liquidó el colegio electoral para la elección de presidente, lo que hace que todos estos registros que venimos comentando se expresen sin ninguna mediación en la elección del ejecutivo nacional. El creciente poder bonaerense genera una situación de desequilibrio que hace que para el gobierno nacional -ni qué decir para el resto de los gobernadores- contrarrestar a Buenos Aires resulte crucial. En síntesis: ha ido cobrando creciente protagonismo un Estado provincial que tiende a descompensar la vida político-institucional de la federación, hasta el punto de constreñir su gobernabilidad. ¿Cómo se frena su poder relativo? A partir de los desequilibrios estructurales del fisco bonaerense.

Entiéndase bien: no se trata de una conspiración llevada adelante de forma sistemática, sino una configuración estructural que hace que, en determinadas situaciones, sea bastante obvio el papel que va a representar cada actor. Ya hablamos de este mecanismo al inicio de esta nota: cuando se endurecen las condiciones fiscales, es Buenos Aires la que tiene la capacidad para instalar el tema. Y cuando lo hace, automáticamente, como en una respuesta pavloviana, se organiza una coalición que repite un texto de mucha densidad en la historia de las políticas públicas argentinas: la reparación histórica de las áreas extrapampeanas y la promoción del poblamiento de la Patagonia reúne a todos los gobernadores contra Buenos Aires; el resguardo de la gobernabilidad nacional, amenazada por el poder bonaerense, suma a la Nación. Y así termina de soldarse una coalición con poder de veto.

Y a las razones históricas, se le suman unas cuentas bien mundanas. Superar el bache fiscal de Buenos Aires, en comparación con el resto de las jurisdicciones, tiene problemas de escala. Veamos con un ejemplo: para las provincias de menor tamaño relativo, la reasignación en su favor de, por ejemplo, el 0,5% de las transferencias totales significa un cambio sustancial en su posición financiera y el prorrateo subsecuente entre el resto los miembros de la federación es insignificante. Mientras que una reasignación para que sea relevante para Buenos Aires tienen que ser mayúscula -por ejemplo, recuperar el 6% de coparticipación perdido entre la ley 20.221 y la ley 23.548- y seguro que genera un prorrateo significativamente lesivo para el resto de las jurisdicciones.

En esto reside el secreto de la «maldición» de la provincia de Buenos Aires, que nunca pudo ubicar a un gobernador en la Casa Rosada por medios electorales: el poder estructural bonaerense pavimenta el camino hacia la Presidencia de la Nación; las debilidades fiscales y la coalición con poder de veto ponen una valla insalvable a ese recorrido, como demuestran los casos de Antonio Cafiero, Eduardo Duhalde, Carlos Ruckauf, Felipe Solá y -si el razonamiento que desarrollamos no es errado y si no cambia el escenario- será el caso de Daniel Scioli.

Ahora bien, como resultado del cuadro analizado, el federalismo fiscal acumula parche sobre parche en los últimos treinta años. ¿Y entonces? La cuestión bonaerense es uno de los temas centrales del federalismo fiscal y de la organización política de la Argentina y es estratégicamente necesario buscar una solución más virtuosa que la actual. Para superar el problema, lo primero que debe reconocerse es que no es un tema de óptimos tributarios, sino un punto de fuga en donde el mundo fiscal se articula con el político. Concretamente: cuando se pone sobre la mesa de negociación la
coparticipación federal, estamos operando sobre el encuentro de un modelo de articulación de actores políticos de las diferentes regiones del país, mediados por las instituciones federales. Se está trabajando sobre los contenidos básicos de la cuestión político-territorial, sobre un elemento capital del sistema de gobernabilidad organizado en derredor de la reasignación regional de recursos, que va desde las provincias pampeanas hacia las de la periferia y las áreas despobladas.

Este cambio en la perspectiva no es un tema menor. Durante los 90 -y en la mayoría de la literatura que circula sobre el tema- se recorría un camino inverso: se señalaba un óptimo fiscal (obviamente, consistente con las políticas de ajuste estructural) al que resto de los elementos -la estructura institucional, los actores políticos y sociales, los agentes económicos, las administraciones púbicas, etc.- debían adecuarse. Por supuesto, aceptar este giro copernicano no implica solucionar mágicamente el problema, pero al menos ayuda a comprender su complejidad y los motivos por los
cuales desde hace décadas no se lo logra resolver. Por ejemplo, podemos pensar en profundizar la modalidad cooperativa hacia la que parece ir migrando nuestro federalismo: la Nación lidera, fija los elementos estratégicos del sistema y financia la intervención, y los Estados subnacionales llevan adelante el núcleo duro de la gestión. Esquemáticamente hablando: las provincias no disputan la
conducción estratégica -aunque sí participan en el diseño de las políticas públicas- y la Nación respeta a los actores locales en la gestión en el territorio, más allá de que se involucra en el seguimiento y auditoria de procesos y objetivos. Según los expertos, la mayoría de las federaciones del mundo están evolucionando hacia esta modalidad, en contraposición al federalismo «dual», en donde las entidades miembro actúan con independencia unas de otras.

Pero, más allá de la solución concreta, la clave es pensar una salida que resuelva el desequilibrio fiscal de Buenos Aires al mismo tiempo que incremente la gobernabilidad de la federación. Un desafío a la altura de este gobierno, que supo resolver problemas que parecían imposibles.

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