De la violencia no hay retorno
Documento del colectivo de hijos de genocidas ante cambios en las Fuerzas Armadas
Puestos a indagar las bases del genocidio de la segunda mitad de los ’70, no siempre se ha prestado la debida atención a sus bases institucionales. Nos referimos, concretamente, al análisis de las características organizacionales y psicosociales de las fuerzas armadas y de seguridad, las que dieron viabilidad operativa a la masacre.
Se sabe, fue una dictadura cívico militar: impensable sin la asistencia técnica de Francia y la cobertura de los EEUU, sin el apoyo activo de los principales agentes económicos —industriales y agropecuarios—, y sin el visto bueno de la Iglesia, una parte de la política y del mundo sindical. Pero la ejecución concreta y la logística estuvo en un altísimo porcentaje a cargo de las oficinas estatales de defensa y seguridad que también, golpe de Estado mediante, habían asaltado los poderes de la república.
¿Qué puede haber pasado para que las personas de estas oficinas —a priori, oficiales provenientes de la pequeña burguesía y suboficiales de clase media baja y sectores populares— pudieran llevar a cabo “un plan sistemático de exterminio”? ¿Qué hizo que personal encuadrado en una organización que fundaba su vida interna en el honor y las virtudes cristianas se dedicara de forma sistemática a la tortura, al robo, al asesinato?
Dentro de las múltiples razones que se pueden buscar para entender esto, queremos resaltar aquí la matriz institucional. Esto es, cómo se instalaron unas reglas de juego en estas organizaciones, cuya verticalidad innata, luego, facilitó que, con pocas excepciones, respondieran en bloque a órdenes ilegales e inmorales.
De más está decir que lo dicho de ninguna manera quiere dispensar de culpas (legales, históricas) individuales ni colectivas, pero sí puede servirnos para entender desde otra dimensión lo sucedido y, más importante, pensar estrategias para evitar que pueda repetirse. En este sentido, sostenemos que además de las razones políticas, el clima de época y la coyuntura específica, hubo una serie de políticas institucionales que desataron una serie de nudos dirigidos a proteger a la población de su propio Estado.
Estas políticas institucionales se remontan a la propia formación del Estado moderno: su carácter de monopolizar “la violencia legítima” está indisolublemente ligado a que su despliegue se realice dentro del marco de la ley. La ciudadanía acepta que las armas y el poder de fuego sean gestionadas por instituciones públicas, pero, a cambio, multiplica mensajes, intervenciones y procedimientos en busca de evitar que este poder se descontrole. Por el contrario, la dictadura soltó estas ataduras y promovió, alentando desde lo discursivo, dando recursos y premiando los crímenes contra la humanidad, que se produjera la inmolación de una generación. Nos espanta que personas de carne y hueso, argentinos de todas las extracciones y ascendencias —ay, nuestros padres— se hayan convertido en parte de una banda capaz de semejantes atrocidades.
Los resultados no pudieron ser más horrorosos, tanto es así que el “nunca más” se convirtió en un clamor casi unánime. Hasta aquellos sectores de la burguesía que habían tolerado —y hasta promovido la aniquilación— en algún momento se asustaron de lo hecho y de sus eventuales consecuencias. Es que este descontrol militar se había disparado para lados insospechados; las bandas, desbocadas, se dedicaron al secuestro de millonarios y diferentes registros de delincuencia que atacaban los bienes y la seguridad de las clases pudientes. La recuperación institucional que, con enormes imperfecciones y problemas, supimos conseguir en 1983, estableció un antes y un después en este aspecto. Aún con los errores cometidos y con las idas y vueltas en las políticas de derechos humanos, hubo consenso en que era preciso separar de los problemas políticos y sindicales a las fuerzas armadas y, en alguna medida, también a las fuerzas de seguridad.
Claro está que esto no siempre funcionó; hubo hechos terribles —las muertes de Víctor Choque (Tierra del Fuego, año 1995) y Teresa Rodríguez (Cutral Co, 1997), las masacres del Puente General Belgrano (Corrientes/Resistencia, 1999) y Mendoza y Plaza de Mayo (diciembre del 2001), por citar algunos casos— pero en general, ante estas situaciones se revertían las políticas represivas. El caso emblemático fue el cobarde fusilamiento de Kosteki y Santillán, que desencadenó toda una serie de cambios en el escenario electoral y en las políticas relativas a cómo debía actuar el Estado frente a las concentraciones populares.
Ahora bien, en los últimos meses se observa un giro de 180 grados en esta tradición. No sólo ocurrieron hechos represivos en una secuencia inédita, sino que, a continuación, las autoridades gubernamentales redoblaron la apuesta: justificaciones de la represión de marchas pacíficas, apología del accionar del personal que actuó en las muertes de Maldonado y Nahuel, la doctrina Bullrich al asignarle a los uniformados el rol de portadores de la verdad…
En suma, queremos alertar que se ha comenzado a recorrer un camino peligroso, que se están recreando horrores que creíamos sepultados. La sociedad, a través de la política, ya no les dice a los uniformados que las armas de la República son para defensa de todos los ciudadanos, sino que empiezan a haber hijos y entenados. Ya no es el problema la labilidad de los controles institucionales sobre el personal armado, sino que se condecora y ensalza a personal que aparece sospechado de uso indebido de la fuerza (doctrina Chocobar).
Nosotros les podemos describir cómo fue, en aquel no tan lejano pasado, el cambio en la mentalidad de personal de instituciones acostumbrados a obedecer: lo vivimos de primera mano. En la vida familiar percibimos cómo la violencia de la época se iba insertando en el lenguaje y la visión de la sociedad: algunos elementos extraños dejaban de ser compatriotas a defender para pasar a ser subversivos a exterminar. Hoy se apunta a los mapuches, los villeros de la Garganta Poderosa, kirchneristas o trotskistas, negros choriplaneros, o simplemente desesperados. Gestos como los descritos no hacen más que potenciar la posibilidad de que hechos que parecían estar en el pasado tengan una escalofriante actualidad. La difícil coyuntura política y económica, y la postura desafiante y provocadora de algunos funcionarios nacionales no hace más que echar leña al fuego.
Estamos ante un momento crucial. Apelamos a la política, a las instituciones y a los miembros de las propias organizaciones estatales a frenar este horror. De no hacerlo, ¿están dispuestos, como sus antecesores, a ser señalados en el mundo como herederos de los nazis? ¿Van a volver a arrastrar a sus familias por el escarnio de llevar sus apellidos?